Femeninos de nombres de profesión: connotaciones peyorativas

Un fenómeno que puede frenar la adopción del femenino de un nombre de profesión es la tendencia que estos tienen a veces a cargarse de connotaciones o significados negativos.

Tenemos un ejemplo claro en sargenta. En principio, esta es la forma que debería tomar el masculino sargento para referirse a una mujer que ha adquirido este grado en el ejército. Sin embargo, este nombre se utiliza en el lenguaje coloquial con el significado de ‘mujer mandona’, lo que refleja estereotipos de género, es decir, las expectativas que están presentes en buena parte de la sociedad sobre cuáles deben ser el papel y la actitud de la mujer. Esto ha podido dificultar la adopción de este femenino y de otros femeninos de grados del ejército. La solución ha consistido en tomar la forma originariamente masculina y utilizarla tanto para hombres como para mujeres: el sargento/la sargento. Es decir, lo que era un masculino se ha convertido en común en cuanto al género.

También se han utilizado a menudo femeninos como ingeniera, filósofa, etc. como arma arrojadiza contra cualquier mujer que se atreviera a inmiscuirse en tareas que algunos consideraban territorio exclusivo de los hombres. A este respecto nos viene que ni pintado el siguiente ejemplo de Rubén Darío:

(1) Y, mi filósofa rubia, las cosas de la política son obra de los gordos y calvos senadores [Rubén Darío: “Historia de un 25 de mayo”, en Cuentos].

En (1) quedan claramente delimitados los que, a juicio del narrador, deben ser los territorios de hombres y mujeres. Lo importante en las mujeres es su aspecto (de ahí que aparezca el adjetivo rubia junto a filósofa). El aspecto físico, en cambio, carece de importancia en los hombres, que son los que se dedican a mandar.

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En este otro ejemplo, tomado de una novela, vemos cómo se alarma una madre ante la posibilidad de que su hija le salga ingeniera:

(2) […] mi madre, aunque le dejaba hacer, porque era débil de carácter, por detrás renegaba, “a esta chica su padre nos la va a convertir en un marimacho, quién va a querer hacerse novio de una ingeniera o de una campeona de automovilismo”, y mi padre, “qué vergüenza, si parece mentira, tengo una mujer tan retrógrada que está en contra del avance de su propio sexo” [Antonio Muñoz Molina: Sefarad. Una novela de novelas].

No es de extrañar que toda esta carga de negatividad que se arrastra históricamente pueda convertirse en un obstáculo para que se generalicen ciertas formas femeninas.

Este no es un fenómeno que afecte únicamente a los nombres de profesión. No hay más que pensar en la brutal diferencia que se da entre pares como zorro/zorra aplicado en sentido figurado a personas (lo mismo se puede decir de fulano/fulana).

En definitiva, a la hora de elegir la terminación femenina para un nombre de profesión no pesan solamente consideraciones gramaticales, sino también toda una serie de factores sociales e históricos que, de manera consciente o inconsciente, siguen estando ahí.